viernes, 14 de mayo de 2010

Estado civil: LIBRE


Leyendo el otro día me detuve a pensar en cuánto de razón tenía al creer que nos volvimos idiotas con el paso del tiempo, cuando le fuimos dando lugar al llanto por un tipo que, mientras nosotras nos terminábamos una caja de pañuelos descartables y hablábamos horas con esa amiga que siempre trata de pegar los pedacitos de nuestro corazón partido, él organizaba un asado o un picadito con los amigos del club sin que se diera cuenta de que nosotras ya no pertenecíamos a su vida.

La idiotez, para mí, es justamente haber creído durante muchísimo tiempo que la vida pasaba por encontrar al príncipe azul, el gran Mc Gyver del corazón que remendara el pasado, que suturara las viejas heridas y nos sorprendiera con el amor de Hollywood o Corín Tellado.

Fui idiota al creer que un hombre podía modificarlo todo, que los dolores atornillados en las tripas se irían a la luz de velas o mirando la luna de a dos, que los pendientes de la vida dejarían de causarme desvelo si la otra mitad de la cama estuviera ocupada, que las ausencias de esos afectos que aún extraño serían reemplazados por una sola figura, que lo que quise tener y no tuve dejaría de importar al conseguir el gran trofeo, el primer premio en el amor...

Hay un instante en que uno cambia.

Por más que el proceso haya sido largo y subterráneo, existe un segundo, un momento, en el que uno se descubre pensando distinto que ayer.
Tal vez sea la edad, tal vez el tiempo libre del que dispongo, o quizás sea que todo haya confabulado para darle una bofetada a mis creencias anteriores y reubicarme frente a la vida, con una visión bastante distinta del paisaje.

Hoy no baso mi vida en si Pedro o si Juan me llamaron, si Z se levantó con ganas de verme o si X me extraña.
Sigo creyendo en el amor,
pero dejo de creer en el amor como salvación.
Sigo confiando en que exista un complemento, un color que combine con el mío, un zapato de mi número, que haga más placentero el recorrido, pero que no sea la única fuente de placer.

Hasta hace un tiempo, creía que la soltería era una tortura, un castigo por no haber sido lo suficientemente "apta" o afortunada o capacitada como para mantener viva una relación.

Dentro de una sociedad que no mira con muy buenos ojos a alguien que a los treinta y pico no pudo establecer un vínculo duradero con el sexo opuesto y que encierra en sus comentarios la idea de que "por algo será", es inevitable sentir en un momento que algo anda mal en uno.

Lo cierto es que ya no creo que algo ande mal en mí, sino que tal vez existen otras prioridades.El jardín con pileta, el perro ladrando mientras un marido prepara el asado y los niños juegan en el living ya no me parece elemental, sino más bien una imagen arrancada de La familia Ingalls que dista mucho de ser el sinónimo de felicidad garantizada.

Hoy el mundo, o tal vez sólo mi mundo, cambiaron.
En el mío, tener tiempo disponible para leer, pintar, sacarle un sonido a mi armónica, mirar películas a las cinco de la mañana, andar en bicicleta cuando anochece, intentar conseguir un trabajo que se adapte a mi deseo, compartir tiempo con amigas, recuperar el diálogo con mi papá, escribir mucho, es un privilegio que probablemente debería resignar para estar con alguien, y no pienso hacerlo porque sí.

La libertad es un valioso don, y supongo que para sentarme a negociar un poquito de ella, del otro lado de la mesa debe haber alguien que valga demasiado la pena.

Sé que algún día, finalmente, estaré mirando la luna de a dos y susurrando palabras de amor en algún oído, pero en el mientras tanto me permito disfrutar de esta soltería como un vaso de agua helada en un día de mucho calor.
Los domingos que antes odiaba porque tenían el poder de derramarme soledad sobre el vestido nuevo, hoy me parecen un día ideal para hacer mil cosas o no hacer nada, y eso no incluye llorar.

Mi estado civil no es más "soltera", son S de soledad y O de olvido.
Hoy soy libre, que es mucho más alentador.

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